El Viaje. La tierra
Después de desayunar consistentemente, alejando de mi ánimo los restos de la noche anterior, comencé a rodar hacia las carreteras de las que me habían hablado mientras el gaitero amenizaba la velada. Salí del pueblo dirigiendo mi montura hacia las inmisericordes curvas del desfiladero. Era temprano. Se oía el rumor del rio que transcurría alegre junto a la carretera. Ni un coche, solo los pájaros desperezándose mientras saltaban de rama en rama, en cierto modo curiosos ante el rugir de mi Yamaha. Después de rodar apenas una hora, me encontré en mitad de un barranco, rodeado de enormes paredes, tan altas, que tenía que alzar la cabeza en exceso para intuir, a penas, el final de sus crestas. Pare junto a una diminuta cascada, en el área de descanso propuesta para hacer fotografías espectaculares. Una vez apagado el motor, aquel rumor insistente, arrullador, del rio, me invitaba a contemplar, tumbado sobre la mesa de madera, las casi verticales paredes por entre las que se había diseñado y construido una carretera para gozo de motoristas y alegría de amantes de la belleza. Arriba, en lo alto, podía adivinarse un cielo azul, sorprendentemente claro cuyo sol apenas alcanzaba la mitad del desfiladero. Junto al rio, arboles de distintas especies convivían con las más alucinantes rocas, algunas de ellas muy a propósito para acercarse a sus embravecidas aguas. Siendo más contemplativo que aventurero, preferí dejar empaparse a mis sentidos de todo lo que me rodeaba.
Después de un tiempo, no sé cuánto, volví a subir en mi montura para, seguir rodando hasta culminar el puerto y disfrutar del sol que allí me esperaba. Era tiempo de luz y la claridad fue haciéndose más y más intensa hasta que tras la última curva, apareció, como si de Brigadoon se tratara, un pequeño pueblo, situado entre los prados más verdes que había visto jamás. Dispersas, como dejadas caer al azar sobre un brillante manto de color, varias decenas de vacas se afanaban en comer, sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor. Rojos intensos, amarillos luminosos e inmaculados blancos, jalonaban la carretera hasta perderse a los pies de las colinas que rodeaban aquel maravilloso paisaje. Desde mi lugar de privilegio, emocionado, trate de retener en la memoria todos los detalles que hacían de aquel vergel una bellísima postal. Ahora sé que por mucho que lo intente, no sabría explicar con palabras lo que sentí en aquel momento.
Seguí rodando por entre los campos acercándome cada vez más al que sin duda iba a ser el lugar de mi primera parada. Varias columnas de humo salían caprichosas de las chimeneas, impregnando el aire de ese tan característico olor a leña. Había poco movimiento en las primeras callejas. Estrechas y empedradas, agrupaban las casas de muro ancho y puerta chica. Casi todas de piedra vieja y madera. Las menos, acicaladas por mor de la modernidad, repartían colores vivos a los ojos de quienes gustamos de mirar. La calle principal, aun conservaba las antiguas alcantarillas a ambos lados ofreciendo una idea del tiempo vivido. Puertas y portones, abiertos la mayoría, dejaban imaginar interiores hechos a mano. Bastos trabajos de bricolaje que proporcionaban calidez durante los duros meses de invierno. Sobre los tejados, se podían ver algunas antenas de televisión y en los balcones las flores de temporada ejercían de contraste frente al gris que prevalecía en los gastados muros.
Guie por entre las calles hasta desembocar en la plaza, sin duda La Mayor, en la que convivían la Casa Consistorial, la tienda, la farmacia y el bar. El resto, antiguas casa reformadas, cerradas a cal y canto propiedad casi seguro de quienes ya no viven en el pueblo. Todo ello componía una estampa de tal belleza que alejaba el habla. Frente al Ayuntamiento, el bar de Tano y junto a el una pequeña tienda de recuerdos con casi todos los productos de la tierra y el trabajo de los viejos artesanos expuesto de forma impecable. Apenas diez o doce personas se movían por la plaza. Los más turistas ávidos de fotografías, el resto paisanos desocupados buscando los rayos del sol de la mañana. No quise perturbar la paz de aquel paraíso y apague el motor que tanto había sorprendido a mi llegada. La fuente central me sirvió de pulpito desde el que observe durante cierto tiempo todo aquel conjunto. Tengo suerte de apreciar la sencillez. Un entorno duro y trabajado que se gano la paz a fuerza de lucha.
Volvía a la moto dejando la plaza en dirección al cementerio. Dicen mucho de sus gentes los cementerios de pueblo. Junto a la pequeña ermita, el camposanto reposaba sobre una suave ladera rodeaba por toscos muros de ladrillo y argamasa. Las tumbas ordenadas, repletas de flores. Los nichos pegando a la pared de la ermita y todo ello vigilado desde el principio de sus días, por ciertos sauces y un viejo roble de grandes ramas.
Me despedí silencioso y abandone con calma contagiada los alrededores del pueblo. Cuando me encontraba a varios kilómetros, pare y contemple durante un tiempo aquel lugar. Desde lejos parecía irreal. Pero había dejado en mí una huella difícil de olvidar.
Poco o nada recuerdo del resto del día. Más pueblos con carácter, más verde. Viradas carreteras y semivacías aldeas, a cual más intensa. Y esa sensación de estar en tierra mágica, tierra de trasgos y brujas, de brumas y luz.
La carretera me llevo de nuevo por entre brañas y pueblos hasta que, cansado busque un lugar para pasar la noche. Sentado en la terraza de un fragoroso restaurante, saque mi libro de viajes e intente plasmar todo lo había sentido durante tan maravilloso recorrido.
Luis “Gnomo” Portal
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